lunes, 16 de febrero de 2009

Gracias



Ha muerto el decano de mi facultad de Teología, mi profesor de Lógica, el que iba a ser mi profesor de Teoría del conocimiento. La noticia nos golpeaba a todos sus alumnos recién acabada la comida: su cuerpo sin vida, encontrado en la montaña. Se había extraviado en una excursión después de dar un retiro a unas monjas. Según me lo dijeron, pensé que sería una "broma", pero, consciente de que no me podían estar engañando con una noticia así, me resistía a aceptar lo que sabía que tenía que ser verdad. Sólo acerté a preguntar "¿por qué?"; ese "¿por qué?" que apenas podía pronunciar era una mezcla que no alcanzaba a expresar: cómo puede ser, por qué tan de repente, por qué me dices esto, por qué él.

Y es que Pablo no era una persona cualquiera, ni siquiera un profesor cualquiera, mucho menos un sacerdote cualquiera. Pablo era brillante en todos sus aspectos, y puedo jurar que no es el tópico de "qué buenos eran los muertos". No hace todavía dos semanas, el último día que le vi, estuve en una magnífica conferencia suya; le presentaron como "la mejor cabeza que tiene la Iglesia en España", con justicia. Con cariño, le presentaron también como "un santo". Cuando alguien trataba de resumir su conocimiento de la filosofía y de la teología, irremediablemente tenía que enredarse a enumerar sus licenciaturas, doctorados y cátedras, que ya eran varias a su edad, 42 años. Pero Pablo, además de inteligente y lúcido, era, efectivamente, un santo.

Recuerdo perfectamente el primer día que llegué a la facultad. Tenía un cierto temor a lo que me pudiera encontrar allí; jamás había mantenido el mínimo contacto con una facultad de Teología, y me resultaba algo extraño. Quizá, pensaba yo, ahora me voy a topar con unos profesores anticuados y aburridos que hagan soporíferas las clases. Pues bien, mi primera clase fue la de Lógica, y qué clase. Pablo apareció con su aspecto sonriente y juvenil y desde el principio se ganó a todos con su cariño y su infinito humor. Recuerdo que, ese mismo día, hablé con otra persona que ya le conocía y le conté la impresión que me había producido: en él se unían de manera admirable la fe, la sabiduría, la inteligencia, el humor y el amor hacia los otros y hacia el trabajo. Para todos nosotros nos queda su contagioso ánimo y alegría y sus numerosas anécdotas: por ejemplo, cuando nos contaba cómo había ido a preguntar al Corte Inglés por un libro suyo, ilusionado. La dependienta le decía: pues no lo encuentro, ¿está usted seguro de que el autor es ése? Y él: "sí, sí... vamos, se lo digo yo...".

En noviembre, fuimos a verle a un interesante debate acerca de la existencia de Dios y fue, con diferencia, el participante más brillante. Era tan excepcional, que yo ya había propuesto a varios de mis amigos que vinieran algún día exclusivamente a su clase. Les dije que no había prisa, que nos iba a dar clase todo el año...

El día antes de la conferencia, tuvimos examen con él. Dijo que era un examen "para sobrinos" porque, a pesar de nuestro miedo, nos lo puso muy sencillo. Nosotros preferimos decir que era, más bien, "para amigos". Al día siguiente, una lúcida conferencia sobre la razón. Hablando del idealismo, planteaba lo absurdo de creer que, porque uno piense que las cosas son de una manera, sean así, y ponía un ejemplo: alguien que cae de un edificio y piensa: lo de abajo no es suelo. Esa creencia, decía, no duraría mucho para el que caía, por un motivo muy claro. Quién nos lo iba a decir a los que, maravillados, le escuchábamos, que la crudeza de la realidad se iba a manifestar tan pronto.

Esa misma realidad que él defendía tanto es la que le ha golpeado y la que nos ha abofeteado a todos los que, en tan pocos meses, le habíamos cogido tanto cariño. Le vi por última vez a la salida de la conferencia, cuando fuimos a saludarle los seminaristas. Nos miró con su cara de pillo y, bromeando como siempre, nos dijo: "hombre, ¡pues todos aprobados!". Pero no tuvo tiempo para corregir los exámenes.

Para siempre, para todos nosotros, el ejemplo de una vida de las que merecen la pena. Si Dios se lo ha llevado, sabrá por qué.

Gracias, Pablo

5 comentarios:

eligelavida dijo...

Lo siento mucho. Se ve cuanto apreciabas a tu profesor. Una vez leí que enseñar a un joven no es hacerle aprender algo que no sabía, sino hacer de él alguien que no existía. Está claro que don Pablo Domínguez supo dejar huella en sus alumnos y transmitirles mucho más que conocimientos. Descanse en paz.

Hilda dijo...

Lamento la pérdida. Siempre es difícil para quienes nos quedamos el decir adiós a una vida tan útil. Un abrazo.Hilda

Fernando dijo...

Lo siento, Alejops, ya se nota que estás bien triste. Y, sin embargo, conviene recordar dos cosas:

(1) que ya tienes alguien más que intercede por ti en el Cielo, lo que es importante,

(2) que para siempre te quedará un modelo concreto, cercano, de buen cura, por si algún día te viene el desánimo.

Lo siento, en todo caso.

gente sin prejuicios dijo...

lo siento mucho alejops..como bien dices Dios sabe m'as. Supongo que tienes un enchufe en el cielo para todo. mucho animo. un saludo

Núria Algarra dijo...

Vaya.. llevo mucho sin entrar por aquí.. y me encuentro con una entrada asi..
Lo siento mucho.