miércoles, 18 de febrero de 2009
¿Dónde está la muerte?
Parece mentira, pero el fallecimiento de Pablo, al que tuve la suerte de conocer durante sólo cuatro meses y medio, ha sido para mí el choque más impactante de mi vida en cuanto a la experiencia de la muerte. Recuerdo, por supuesto, la muerte de mi abuelo cuando tenía yo siete años, o el impacto de saber que una chica de mi instituto se había suicidado dejando una nota; pero yo, o bien no era consciente de lo que pasaba, en el primer caso, o no se trataba de una persona especialmente cercana, en el segundo. La muerte, sin embargo, se me ha presentado ahora de una forma franca, frente a frente, mostrándome con crudeza todas sus cartas.
¿Qué es la muerte? "Yo soy la muerte", me ha dicho en la cara. "Yo, como ves, capaz de llevarme por delante el ejemplo más fuerte de vitalidad; yo, sorprendiendo cuando nadie me espera; yo, acabando en unos segundos, los que se tarda en caer por una pendiente, con todos los esfuerzos humanos de años y años; yo, la muerte, matando lo que creíais más vivo". La muerte mostrándome el mayor sinsentido: una caja en la que cabía el ejemplo más antagónico de lo que representa un ataúd. Ahora, un ejemplo apagado, muerto.
Y, sin embargo, permanece el recuerdo, la memoria, el ejemplo que fue. En todos los que le conocimos, queda grabada a fuego la huella de lo que es realmente una bella persona. Sólo ver la cantidad de gente que, emocionada, pasaba en la noche de ayer por el Seminario para despedirle abría una gran esperanza en el corazón: la esperanza de comprobar que una vida entregada a los demás merece la pena, la certeza de que darse a los otros da resultados también aquí y ahora. La oportunidad de contemplar que, en la vida, el cariño y el amor dan de verdad un fruto valioso y edificante; algo que, inevitablemente, tendemos a poner en duda en muchos momentos. Pues bien, sí, ayer lo vi claramente con mis propios ojos: la amabilidad, la cercanía, la humildad, la alegría construyen y animan a construir, fructifican y, en realidad, encierran por ellas solas todo el valor que puede tener una vida. Una vida a la que le falten unas buenas porciones de esas semillas de amor, a fin de cuentas es una vida desperdiciada. Si falta el amor, nada sirve de nada.
¿Deberemos, entonces, quedarnos con el recuerdo y el ejemplo, para recogerlo y entregárselo a otros, y no pedir más? ¡Qué absurdo! Una lección más que he aprendido estos días es que, si es así, si eso es lo único que pervive, realmente, pese a quien le pese, hay que decir que la vida no tiene sentido: ni el más mínimo. Sólo se puede comprender un golpe así a la luz que arroja saber que la muerte es sólo un paso más, que al otro lado de esa esquina macabra hay un Padre esperando con los brazos abiertos para colmar en plenitud la vida; es más, que la muerte y todo, absolutamente todo lo que pueda suceder en el mundo es querido por ese Padre y que, por lo tanto, ni siquiera lo más irracional puede ser motivo de inquietud.
Recuerdo ahora las palabras de Pablo en la última clase que nos dio. Deseándonos suerte para los exámenes, nos dijo que pediría, no sólo para que aprobáramos, sino sobre todo para que lo aprendido nos sirviera "para la vida eterna"; a lo que un compañero contestó, simpáticamente, "amén". Y él, entre bromas, respondió resumiéndonos en unas palabras el testimonio que daba con su vida: "os lo tomáis a broma, pero lo único que, al fin y al cabo, os va a servir es lo que os sirva para la vida eterna; si no, ¿para qué?".
Qué suerte experimentar, ahora más que nunca, la tranquilidad de saber que la muerte no es el final; que nada es irracional el mundo, sino que, como le gustaba tanto subrayar a Pablo, toda la realidad encaja perfectamente, regida por un Logos unificador, ese mismo Logos cuyo rostro estará contemplando ahora, maravillado, en la misma persona de Cristo. Y la muerte, ¿dónde está la muerte? La muerte, muerta, derrotada por la Vida.
Hoy, a las 19:30, se celebrará el funeral en la Almudena
Y entonces vio la luz.
La luz que entraba
por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba.
Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura
José Luis Martín Descalzo
lunes, 16 de febrero de 2009
Gracias
Ha muerto el decano de mi facultad de Teología, mi profesor de Lógica, el que iba a ser mi profesor de Teoría del conocimiento. La noticia nos golpeaba a todos sus alumnos recién acabada la comida: su cuerpo sin vida, encontrado en la montaña. Se había extraviado en una excursión después de dar un retiro a unas monjas. Según me lo dijeron, pensé que sería una "broma", pero, consciente de que no me podían estar engañando con una noticia así, me resistía a aceptar lo que sabía que tenía que ser verdad. Sólo acerté a preguntar "¿por qué?"; ese "¿por qué?" que apenas podía pronunciar era una mezcla que no alcanzaba a expresar: cómo puede ser, por qué tan de repente, por qué me dices esto, por qué él.
Y es que Pablo no era una persona cualquiera, ni siquiera un profesor cualquiera, mucho menos un sacerdote cualquiera. Pablo era brillante en todos sus aspectos, y puedo jurar que no es el tópico de "qué buenos eran los muertos". No hace todavía dos semanas, el último día que le vi, estuve en una magnífica conferencia suya; le presentaron como "la mejor cabeza que tiene la Iglesia en España", con justicia. Con cariño, le presentaron también como "un santo". Cuando alguien trataba de resumir su conocimiento de la filosofía y de la teología, irremediablemente tenía que enredarse a enumerar sus licenciaturas, doctorados y cátedras, que ya eran varias a su edad, 42 años. Pero Pablo, además de inteligente y lúcido, era, efectivamente, un santo.
Recuerdo perfectamente el primer día que llegué a la facultad. Tenía un cierto temor a lo que me pudiera encontrar allí; jamás había mantenido el mínimo contacto con una facultad de Teología, y me resultaba algo extraño. Quizá, pensaba yo, ahora me voy a topar con unos profesores anticuados y aburridos que hagan soporíferas las clases. Pues bien, mi primera clase fue la de Lógica, y qué clase. Pablo apareció con su aspecto sonriente y juvenil y desde el principio se ganó a todos con su cariño y su infinito humor. Recuerdo que, ese mismo día, hablé con otra persona que ya le conocía y le conté la impresión que me había producido: en él se unían de manera admirable la fe, la sabiduría, la inteligencia, el humor y el amor hacia los otros y hacia el trabajo. Para todos nosotros nos queda su contagioso ánimo y alegría y sus numerosas anécdotas: por ejemplo, cuando nos contaba cómo había ido a preguntar al Corte Inglés por un libro suyo, ilusionado. La dependienta le decía: pues no lo encuentro, ¿está usted seguro de que el autor es ése? Y él: "sí, sí... vamos, se lo digo yo...".
En noviembre, fuimos a verle a un interesante debate acerca de la existencia de Dios y fue, con diferencia, el participante más brillante. Era tan excepcional, que yo ya había propuesto a varios de mis amigos que vinieran algún día exclusivamente a su clase. Les dije que no había prisa, que nos iba a dar clase todo el año...
El día antes de la conferencia, tuvimos examen con él. Dijo que era un examen "para sobrinos" porque, a pesar de nuestro miedo, nos lo puso muy sencillo. Nosotros preferimos decir que era, más bien, "para amigos". Al día siguiente, una lúcida conferencia sobre la razón. Hablando del idealismo, planteaba lo absurdo de creer que, porque uno piense que las cosas son de una manera, sean así, y ponía un ejemplo: alguien que cae de un edificio y piensa: lo de abajo no es suelo. Esa creencia, decía, no duraría mucho para el que caía, por un motivo muy claro. Quién nos lo iba a decir a los que, maravillados, le escuchábamos, que la crudeza de la realidad se iba a manifestar tan pronto.
Esa misma realidad que él defendía tanto es la que le ha golpeado y la que nos ha abofeteado a todos los que, en tan pocos meses, le habíamos cogido tanto cariño. Le vi por última vez a la salida de la conferencia, cuando fuimos a saludarle los seminaristas. Nos miró con su cara de pillo y, bromeando como siempre, nos dijo: "hombre, ¡pues todos aprobados!". Pero no tuvo tiempo para corregir los exámenes.
Para siempre, para todos nosotros, el ejemplo de una vida de las que merecen la pena. Si Dios se lo ha llevado, sabrá por qué.
Gracias, Pablo
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